lunes, 14 de marzo de 2011

“El fin del arte” de Arthur Danto

El arte ha muerto. Sus movimientos actuales no reflejan la menor vitalidad; ni siquiera muestran las agónicas convulsiones que preceden a la muerte; no son más que las mecánicas acciones reflejas de un cadáver sometido a una fuerza galvánica.

Existen visiones filosóficas de la historia que permite, e incluso demandan, una especulación sobre el futuro del arte. Dicha especulación tiene que ver con la pregunta de si el arte tiene futuro, y debe distinguirse de aquella que sólo se interroga sobre las características del arte venidero, presuponiendo su continuidad. En realidad, esta última especulación resulta en cierto modo más problemática, debido a las dificultades que surgen al intentar imaginar cómo serán las obras de arte futuras o cómo serán apreciadas.

El futuro es una especie de espejo que sólo puede mostrar nuestro propio reflejo. Esto implica una involuntaria limitación histórica. Podemos pensar que puede ocurrir cualquier cosa, pero cuando nos ponemos a imaginar las cosas que pueden ocurrir, inevitablemente se parecen a otras cosas preexistentes: para imaginar sólo contamos con las formas que conocemos.
Podemos especular históricamente acerca del futuro del arte sin plantearnos cómo serán las obras de arte venideras (suponiendo que existan); e incluso es posible aventurar que el arte en sí no tiene futuro, aunque se sigan produciendo obras de arte post-históricamente, por así decirlo, en el epílogo que sucede al desvanecimiento vital.

El mundo del arte parece haber perdido actualmente toda dirección histórica, y cabe preguntarse si se trata de un fenómeno temporal y el arte retomará el camino de la historia, o si esta condición desestructurada es su futuro: una especie de entropía cultural. De ser así, da igual lo que venga, porque el concepto de «arte» se habrá agotado internamente.

El mundo del arte parece haber perdido actualmente toda dirección histórica, y cabe preguntarse si se trata de un fenómeno temporal y el arte retomará el camino de la historia, o si esta condición desestructurada es su futuro: una especie de entropía cultural. De ser así, da igual lo que venga, porque el concepto de «arte» se habrá agotado internamente. Nuestras instituciones (museos, galerías, coleccionistas, revistas de arte, etc.) viven en la creencia de un futuro significativo y brillante. Hay un inevitable interés comercial por conocer lo que va a ocurrir mañana, por saber quiénes van a ser los principales representantes de los próximos movimientos.


Pero ¿ha llegado todo esto verdaderamente a su fin? ¿Se ha alcanzado un punto en el que puede darse el cambio sin la evolución, en el que los motores de la producción artística sólo consiguen combinar una y otra vez formas conocidas, aunque las presiones externas puedan favorecer esta o aquella combinación? ¿Es que ya no hay una posibilidad histórica de que el arte continúe sorprendiéndonos? ¿No será que la Edad del Arte se ha agotado? ¿No será, como en la asombrosa y melancólica frase de Hegel, que ha envejecido una forma de vida? ¿Es posible que la salvaje efervescencia del mundo del arte en las últimas siete u ocho décadas haya sido la fermentación terminal de algo cuya química histórica requiere todavía una explicación.


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